martes, 27 de diciembre de 2011

Campesino



Del grifo salen lentamente, una a una, ligeras, gotas que se pierden por el desagüe, sin tregua. Sigue afeitándose con la puerta entreabierta; hecho que le permite ver reflejadas en el espejo las imágenes que se suceden en el televisor aunque no les preste mucha atención. En una de esas rutinarias pasadas aprieta demasiado y se corta en la barbilla, sobresaltado por lo que ha escuchado; "¡Desde las catacumbas se alzarán los muertos con el dinero y volverán a reinar sobre nuestras tierras! Sufrir por lo que nos espera y todavía desconocemos! Porque yo se más que todos vosotros y estoy aquí para revelaros la verdad! No temáis, conmigo encontrareis la solución a todos vuestros problemas". Sale con ímpetu, en calzoncillos, del baño decidido a  apagar el televisor para no volver a oír tales disparates."Estos videntes... Si no fuera por la hora que es lo confundiría con uno de esos tertulianos sabelotodos o esos intelectuales de postín que parecen fabricados en serie en una industria de adoctrinamiento. Ahora los mecenas se dedican a financiar traidores. Finalmente todos actúan de la misma forma: engañando los analfabetos crónicos que creen sus falacias como un dogma, omitiendo datos que no les interesa, manipulando el lenguaje ... Progresando hacia atrás, así vamos" piensa. Revuelve en el bulto de la ropa sucia que se halla en el sofá aguardando la hora de la lavadora hasta que descubre el mando debajo de un calcetín blanco, algo hediondo. Procede con su cometido y vuelve su ardua tarea; afeitarse.

Sacude la maquinilla en la pica donde caen, en unidades compactas, los diminutos pelos y se depositan entremezclados con la espuma. En el proceso tiene un antojo musical y se dirige a su habitación en busca del discman; heredado hace años de su ex-pareja y que aun funciona como el primer día. Dentro sigue el cd con las canciones que más le han sugestionado durante los meses anteriores y que lleva escuchando sin descanso en esta semana de retiro.Lo agarra, se pone los cascos en sus orejas y le da al botón del play mientras vuelve al baño. A la altura del pasillo los tambores se alzan majestuosos y los violines se deslizan con maestría en sus tímpanos. Ya en el comedor puede observa el balcón; antesala de sus posesiones que se expanden entre tierras cultivadas por las manos endurecidas de los campesinos, extensos bosques con un riachuelo que se escurre entre ellos y las modestas isbas de madera de los fieles y devotos mujiks arremolinadas alrededor de la iglesia de fuertes muros, coronada por cúpulas que compiten con el sol en brillo y resplandor, y de campanas que repiquetean congregando a los puros e ingenuos. En el salón charlan, animadamente, sobre los eventos ocurridos en la corte, las mujeres de generales, altos funcionarios y aristocratas y sus maridos sentados alrededor de la mesa juegan a las cartas mientras toman rape y vino. La servidumbre espera, adormecida, en la cocina alrededor del samovar, a que los invitados se decidan a ponerse en la mesa a cenar. En una habitación espaciosa alejada del ruido del salón los músicos afinan sus instrumentos dispuestos para el baile que sucederá a la cena. Empieza a a nevar y la nieve va manchando de blanco las copas de los arboles y los tejados de las casas. Del jardín torna el ...

Fin. Vuelve su rostro reflejado en el espejo agrietado. La música calló. La realidad le escupe a la cara por su osadia."¿Que es la realidad?"- se pregunta-, rebelde."Ese de ahí no soy yo, no es posible que mi cara sea de un color tan mortecino ni que tenga estas ojeras tan grandes.¡Imposible!-grita-. No acostumbro a  mirar de forma altiva como lo está haciendo él. Fíjate como se ríe de mi el desgraciado.¿ Te gusta mi decadencia?¿La vida que estoy llevando? Es la única opción que me habéis permitido, no toleráis el pensamiento díscolo. ¡Mírame!-le increpa-. Debo continuar con el progreso y la prosperidad que ofrecéis, eso me dices. Porqué vuestra vida es ascendente, no hay elección, el rezagado muere en soledad... y el exitoso muere en soledad. Esa es la trampa que nadie quiere ver.¡Farsantes titiriteros! Nos encantáis con la tierra prometida, como un vulgar Dios, y luego todos somos Moisés.Sé que no lograré cambiar nada pero tampoco quiero tu pautada felicidad que conduce al ensueño. ¿Porque no me dejas ir? ¡Dame la oportunidad de escoger! ¡Joder!" Ya no sabía a quien le hablaba si a la imagen del espejo o a un ente superior.

El móvil suena con su típica melodía e interrumpe la charla de su alma con su cuerpo."Necesito salir de casa porque ya empiezo a hablar solo"-piensa-, menos poético él. Anna; es el nombre que aparece reflejado en la pantalla del telefono. Contesta:

- Hola Anna.

- Hola Sergi. Llamaba por si nos podríamos ver un día de estos... Deseo que vuelva a suceder como aquella tarde de invierno adormilados en los sillones de aquel bar.

- Yo también lo deseo, Anna... yo también.

¿Cuánta tierra necesita un hombre? - Lev Tolstói


Érase una vez un campesino llamado Pahom, que había trabajado dura y honestamente para su familia, pero que no tenía tierras propias, así que siempre permanecía en la pobreza. "Ocupados como estamos desde la niñez trabajando la madre tierra -pensaba a menudo- los campesinos siempre debemos morir como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si tuviéramos nuestra propia tierra."


Ahora bien, cerca de la aldea de Pahom vivía una dama, una pequeña terrateniente, que poseía una finca de ciento cincuenta hectáreas. Un invierno se difundió la noticia de que esta dama iba a vender sus tierras. Pahom oyó que un vecino suyo compraría veinticinco hectáreas y que la dama había consentido en aceptar la mitad en efectivo y esperar un año por la otra mitad.

"Qué te parece -pensó Pahom- Esa tierra se vende, y yo no obtendré nada."

Así que decidió hablar con su esposa.

-Otras personas están comprando, y nosotros también debemos comprar unas diez hectáreas. La vida se vuelve imposible sin poseer tierras propias.

Se pusieron a pensar y calcularon cuánto podrían comprar. Tenían ahorrados cien rublos. Vendieron un potrillo y la mitad de sus abejas; contrataron a uno de sus hijos como peón y pidieron anticipos sobre la paga. Pidieron prestado el resto a un cuñado, y así juntaron la mitad del dinero de la compra. Después de eso, Pahom escogió una parcela de veinte hectáreas, donde había bosques, fue a ver a la dama e hizo la compra.

Así que ahora Pahom tenía su propia tierra. Pidió semilla prestada, y la sembró, y obtuvo una buena cosecha. Al cabo de un año había logrado saldar sus deudas con la dama y su cuñado. Así se convirtió en terrateniente, y talaba sus propios árboles, y alimentaba su ganado en sus propios pastos. Cuando salía a arar los campos, o a mirar sus mieses o sus prados, el corazón se le llenaba de alegría. La hierba que crecía allí y las flores que florecían allí le parecían diferentes de las de otras partes. Antes, cuando cruzaba esa tierra, le parecía igual a cualquier otra, pero ahora le parecía muy distinta.

Un día Pahom estaba sentado en su casa cuando un viajero se detuvo ante su casa. Pahom le preguntó de dónde venía, y el forastero respondió que venía de allende el Volga, donde había estado trabajando. Una palabra llevó a la otra, y el hombre comentó que había muchas tierras en venta por allá, y que muchos estaban viajando para comprarlas. Las tierras eran tan fértiles, aseguró, que el centeno era alto como un caballo, y tan tupido que cinco cortes de guadaña formaban una avilla. Comentó que un campesino había trabajado sólo con sus manos, y ahora tenía seis caballos y dos vacas.

El corazón de Pahom se colmó de anhelo.

"¿Por qué he de sufrir en este agujero -pensó- si se vive tan bien en otras partes? Venderé mi tierra y mi finca, y con el dinero comenzaré allá de nuevo y tendré todo nuevo".

Pahom vendió su tierra, su casa y su ganado, con buenas ganancias, y se mudó con su familia a su nueva propiedad. Todo lo que había dicho el campesino era cierto, y Pahom estaba en mucha mejor posición que antes. Compró muchas tierras arables y pasturas, y pudo tener las cabezas de ganado que deseaba.

Al principio, en el ajetreo de la mudanza y la construcción, Pahom se sentía complacido, pero cuando se habituó comenzó a pensar que tampoco aquí estaba satisfecho. Quería sembrar más trigo, pero no tenía tierras suficientes para ello, así que arrendó más tierras por tres años. Fueron buenas temporadas y hubo buenas cosechas, así que Pahom ahorró dinero. Podría haber seguido viviendo cómodamente, pero se cansó de arrendar tierras ajenas todos los años, y de sufrir privaciones para ahorrar el dinero.

"Si todas estas tierras fueran mías -pensó-, sería independiente y no sufriría estas incomodidades."

Un día un vendedor de bienes raíces que pasaba le comentó que acababa de regresar de la lejana tierra de los bashkirs, donde había comprado seiscientas hectáreas por sólo mil rublos.

-Sólo debes hacerte amigo de los jefes -dijo- Yo regalé como cien rublos en vestidos y alfombras, además de una caja de té, y di vino a quienes lo bebían, y obtuve la tierra por una bicoca.

"Vaya -pensó Pahom-, allá puedo tener diez veces más tierras de las que poseo. Debo probar suerte."
Pahom encomendó a su familia el cuidado de la finca y emprendió el viaje, llevando consigo a su criado. Pararon en una ciudad y compraron una caja de té, vino y otros regalos, como el vendedor les había aconsejado. Continuaron viaje hasta recorrer más de quinientos kilómetros, y el séptimo día llegaron a un lugar donde los bashkirs habían instalado sus tiendas.

En cuanto vieron a Pahom, salieron de las tiendas y se reunieron en torno al visitante. Le dieron té y kurniss, y sacrificaron una oveja y le dieron de comer. Pahom sacó presentes de su carromato y los distribuyó, y les dijo que venía en busca de tierras. Los bashkirs parecieron muy satisfechos y le dijeron que debía hablar con el jefe. Lo mandaron a buscar y le explicaron a qué había ido Pahom.

El jefe escuchó un rato, pidió silencio con un gesto y le dijo a Pahom:

-De acuerdo. Escoge la tierra que te plazca. Tenemos tierras en abundancia.

-¿Y cuál será el precio? -preguntó Pahom.

-Nuestro precio es siempre el mismo: mil rublos por día.

Pahom no comprendió.

-¿Un día? ¿Qué medida es ésa? ¿Cuántas hectáreas son?

-No sabemos calcularlo -dijo el jefe-. La vendemos por día. Todo lo que puedas recorrer a pie en un día es tuyo, y el precio es mil rublos por día.

Pahom quedó sorprendido.

-Pero en un día se puede recorrer una vasta extensión de tierra -dijo.

El jefe se echó a reír.

-¡Será toda tuya! Pero con una condición. Si no regresas el mismo día al lugar donde comenzaste, pierdes el dinero.

-¿Pero cómo debo señalar el camino que he seguido?

-Iremos a cualquier lugar que gustes, y nos quedaremos allí. Puedes comenzar desde ese sitio y emprender tu viaje, llevando una azada contigo. Donde lo consideres necesario, deja una marca. En cada giro, cava un pozo y apila la tierra; luego iremos con un arado de pozo en pozo. Puedes hacer el recorrido que desees, pero antes que se ponga el sol debes regresar al sitio de donde partiste. Toda la tierra que cubras será tuya.
Pahom estaba alborozado. Decidió comenzar por la mañana. Charlaron, bebieron más kurniss, comieron más oveja y bebieron más té, y así llegó la noche. Le dieron a Pahom una cama de edredón, y los bashkirs se dispersaron, prometiendo reunirse a la mañana siguiente al romper el alba y viajar al punto convenido antes del amanecer.

Pahom se quedó acostado, pero no pudo dormirse. No dejaba de pensar en su tierra.
"¡Qué gran extensión marcaré! -pensó-. Puedo andar fácilmente cincuenta kilómetros por día. Los días ahora son largos, y un recorrido de cincuenta kilómetros representará gran cantidad de tierra. Venderé las tierras más áridas, o las dejaré a los campesinos, pero yo escogeré la mejor y la trabajaré. Compraré dos yuntas de bueyes y contrataré dos peones más. Unas noventa hectáreas destinaré a la siembra y en el resto criaré ganado."

Por la puerta abierta vio que estaba rompiendo el alba.

-Es hora de despertarlos -se dijo-. Debemos ponernos en marcha.
Se levantó, despertó al criado (que dormía en el carromato), le ordenó uncir los caballos y fue a despertar a los bashkirs.

-Es hora de ir a la estepa para medir las tierras -dijo.

Los bashkirs se levantaron y se reunieron, y también acudió el jefe. Se pusieron a beber más kurniss, y ofrecieron a Pahom un poco de té, pero él no quería esperar.

-Si hemos de ir, vayamos de una vez. Ya es hora.

Los bashkirs se prepararon y todos se pusieron en marcha, algunos a caballo, otros en carros. Pahom iba en su carromato con el criado, y llevaba una azada. Cuando llegaron a la estepa, el cielo de la mañana estaba rojo. Subieron una loma y, apeándose de carros y caballos, se reunieron en un sitio. El jefe se acercó a Pahom y extendió el brazo hacia la planicie.

-Todo esto, hasta donde llega la mirada, es nuestro. Puedes tomar lo que gustes.

A Pahom le relucieron los ojos, pues era toda tierra virgen, chata como la palma de la mano y negra como semilla de amapola, y en las hondonadas crecían altos pastizales.

El jefe se quitó la gorra de piel de zorro, la apoyó en el suelo y dijo:

-Ésta será la marca. Empieza aquí y regresa aquí. Toda la tierra que rodees será tuya.

Pahom sacó el dinero y lo puso en la gorra. Luego se quitó el abrigo, quedándose con su chaquetón sin mangas. Se aflojó el cinturón y lo sujetó con fuerza bajo el vientre, se puso un costal de pan en el pecho del jubón y, atando una botella de agua al cinturón, se subió la caña de las botas, empuñó la azada y se dispuso a partir. Tardó un instante en decidir el rumbo. Todas las direcciones eran tentadoras.

-No importa -dijo al fin-. Iré hacia el sol naciente.

Se volvió hacia el este, se desperezó y aguardó a que el sol asomara sobre el horizonte.

"No debo perder tiempo -pensó-, pues es más fácil caminar mientras todavía está fresco."

Los rayos del sol no acababan de chispear sobre el horizonte cuando Pahom, azada al hombro, se internó en la estepa.

Pahom caminaba a paso moderado. Tras avanzar mil metros se detuvo, cavó un pozo y apiló terrones de hierba para hacerlo más visible. Luego continuó, y ahora que había vencido el entumecimiento apuró el paso. Al cabo de un rato cavó otro pozo.
Miró hacia atrás. La loma se veía claramente a la luz del sol, con la gente encima, y las relucientes llantas de las ruedas del carromato. Pahom calculó que había caminado cinco kilómetros. Estaba más cálido; se quitó el chaquetón, se lo echó al hombro y continuó la marcha. Ahora hacía más calor; miró el sol; era hora de pensar en el desayuno.

-He recorrido el primer tramo, pero hay cuatro en un día, y todavía es demasiado pronto para virar. Pero me quitaré las botas -se dijo.

Se sentó, se quitó las botas, se las metió en el cinturón y reanudó la marcha. Ahora caminaba con soltura.

"Seguiré otros cinco kilómetros -pensó-, y luego giraré a la izquierda. Este lugar es tan promisorio que sería una pena perderlo. Cuanto más avanzo, mejor parece la tierra."

Siguió derecho por un tiempo, y cuando miró en torno, la loma era apenas visible y las personas parecían hormigas, y apenas se veía un destello bajo el sol.

"Ah -pensó Pahom-, he avanzado bastante en esta dirección, es hora de girar. Además estoy sudando, y muy sediento."

Se detuvo, cavó un gran pozo y apiló hierba. Bebió un sorbo de agua y giró a la izquierda. Continuó la marcha, y la hierba era alta, y hacía mucho calor.

Pahom comenzó a cansarse. Miró el sol y vio que era mediodía.

"Bien -pensó-, debo descansar."

Se sentó, comió pan y bebió agua, pero no se acostó, temiendo quedarse dormido. Después de estar un rato sentado, siguió andando. Al principio caminaba sin dificultad, y sentía sueño, pero continuó, pensando: 
"Una hora de sufrimiento, una vida para disfrutarlo".

Avanzó un largo trecho en esa dirección, y ya iba a girar de nuevo a la izquierda cuando vio un fecundo valle. "Sería una pena excluir ese terreno -pensó-. El lino crecería bien aquí.". Así que rodeó el valle y cavó un pozo del otro lado antes de girar. Pahom miró hacia la loma. El aire estaba brumoso y trémulo con el calor, y a través de la bruma apenas se veía a la gente de la loma.

"¡Ah! -pensó Pahom-. Los lados son demasiado largos. Este debe ser más corto." Y siguió a lo largo del tercer lado, apurando el paso. Miró el sol. Estaba a mitad de camino del horizonte, y Pahom aún no había recorrido tres kilómetros del tercer lado del cuadrado. Aún estaba a quince kilómetros de su meta.

"No -pensó-, aunque mis tierras queden irregulares, ahora debo volver en línea recta. Podría alejarme demasiado, y ya tengo gran cantidad de tierra.".
Pahom cavó un pozo de prisa.

Echó a andar hacia la loma, pero con dificultad. Estaba agotado por el calor, tenía cortes y magulladuras en los pies descalzos, le flaqueaban las piernas. Ansiaba descansar, pero era imposible si deseaba llegar antes del poniente. El sol no espera a nadie, y se hundía cada vez más.

"Cielos -pensó-, si no hubiera cometido el error de querer demasiado. ¿Qué pasará si llego tarde?"
Miró hacia la loma y hacia el sol. Aún estaba lejos de su meta, y el sol se aproximaba al horizonte.
Pahom siguió caminando, con mucha dificultad, pero cada vez más rápido. Apuró el paso, pero todavía estaba lejos del lugar. Echó a correr, arrojó la chaqueta, las botas, la botella y la gorra, y conservó sólo la azada que usaba como bastón.

"Ay de mí. He deseado mucho, y lo eché todo a perder. Tengo que llegar antes de que se ponga el sol."
El temor le quitaba el aliento. Pahom siguió corriendo, y la camisa y los pantalones empapados se le pegaban a la piel, y tenía la boca reseca. Su pecho jadeaba como un fuelle, su corazón batía como un martillo, sus piernas cedían como si no le pertenecieran. Pahom estaba abrumado por el terror de morir de agotamiento.

Aunque temía la muerte, no podía detenerse. "Después que he corrido tanto, me considerarán un tonto si me detengo ahora", pensó. Y siguió corriendo, y al acercarse oyó que los bashkirs gritaban y aullaban, y esos gritos le inflamaron aún más el corazón. Juntó sus últimas fuerzas y siguió corriendo.

El hinchado y brumoso sol casi rozaba el horizonte, rojo como la sangre. Estaba muy bajo, pero Pahom estaba muy cerca de su meta. Podía ver a la gente de la loma, agitando los brazos para que se diera prisa. Veía la gorra de piel de zorro en el suelo, y el dinero, y al jefe sentado en el suelo, riendo a carcajadas.
"Hay tierras en abundancia -pensó-, ¿pero me dejará Dios vivir en ellas? ¡He perdido la vida, he perdido la vida! ¡Nunca llegaré a ese lugar!"

Pahom miró el sol, que ya desaparecía, ya era devorado. Con el resto de sus fuerzas apuró el paso, encorvando el cuerpo de tal modo que sus piernas apenas podían sostenerlo. Cuando llegó a la loma, de pronto oscureció. Miró el cielo. ¡El sol se había puesto! Pahom dio un alarido.

"Todo mi esfuerzo ha sido en vano", pensó, y ya iba a detenerse, pero oyó que los bashkirs aún gritaban, y recordó que aunque para él, desde abajo, parecía que el sol se había puesto, desde la loma aún podían verlo. Aspiró una buena bocanada de aire y corrió cuesta arriba. Allí aún había luz. Llegó a la cima y vio la gorra. Delante de ella el jefe se reía a carcajadas. Pahom soltó un grito. Se le aflojaron las piernas, cayó de bruces y tomó la gorra con las manos.

-¡Vaya, qué sujeto tan admirable! -exclamó el jefe-. ¡Ha ganado muchas tierras!
El criado de Pahom se acercó corriendo y trató de levantarlo, pero vio que le salía sangre de la boca. ¡Pahom estaba muerto!

Los pakshirs chasquearon la lengua para demostrar su piedad.
Su criado empuñó la azada y cavó una tumba para Pahom, y allí lo sepultó. Dos metros de la cabeza a los pies era todo lo que necesitaba.


Sigur Ros - Hljomalind


Sigur Ros - Sæglópur


Sigur Ros - Lúppulagið


sábado, 3 de diciembre de 2011

L.R.




"Va bien reír", musitó lánguidamente cuando creía estar solo en el dormitorio.Se giró de cara a la pared e intentó dormir. Con el rabillo del ojo controlaba en la oscuridad como me escurría dentro de la habitación y me sentaba en el borde de la cama. Mientras me desvestía le pregunte"¿ Qué decías?". "Nada", fue su lacónica respuesta. Al instante se removió por la cama hasta que sus pies chocaron contra mis piernas y todo volvió a permanecer en silencio. La luz de la cocina del quinto tercera se colaba por la ventana que daba al patio de luces e impedía que pudiera dormir. Algo me inquietaba. La causa no era ni el viaje que me esperaba en unas semanas ni la cita que la cita contigo y David. En esos momentos me producía un disgusto no poder saber que pensaba Javi.¿A que se debía su actitud? Preguntas y más preguntas me acechaban sin darme tregua hasta que decidí abrazarle y preguntarle"¿Qué piensas?" Se dio la vuelta hacia mi y me respondió algo dormido,"odio esa pregunta, no insistas con ella". La luz que se vertía por la ventana iluminaba el despertador que marcaba las 3:21. El vuelo salía en cuatro horas; a las 7:30. Empezaba a notar el cansancio acumulado a lo largo de la jornada y los parpados no resistían mucho rato abiertos pero luchaba para encontrar una fisura en su defensa. "Pues cuéntame que te pasa" le respondí. Él no dijo nada, dándome la espalda aparentaba estar durmiendo. Vencida ya por  el sueño y por él me mantuve en un estado de letargo hasta que mis pies notaron el frío que se acomodaba en la habitación y tuve que levantarme a buscar una manta al armario. Él pareció sentir mi ausencia  ya que recostó su pecho sobre la almohada y con los ojos entreabiertos supervisaba con desgana mis movimientos. De vuelta a la cama me acurruque entre sus acogedores brazos que me atrajeron hacia su suave torso."¿ Vendrás conmigo a ver a Oona y a David?" Le pregunté. Soltó una ruidosa carcajada y con el poco aire que aun retenían sus pulmones me contesto, "Menudo nombre el de tu amiga.¿Dónde lo buscaron sus padres? Le...

- Puedo comprobar que tu nuevo novio es otro típico gracioso de esos que tanto te gustan- le interrumpe Oona algo enojada.

- No le hagas mucho caso, es un creído pero no conoce absolutamente nada de lo que sucede a su alrededor. Sólo le preocupa su bolsillo, de ahí no lo sacarás. Pobre ingenuo- sonríe con malicia y suelta al aire la lisa melena castaña que hasta ahora permanecía recogida por una pinza negra.

- Esa sonrisa oculta tu culpa, confiesa, le dice. A lo lejos en el camino, escoltado por una hilera de álamos se divisa un joven de estatura media que anda deprisa, con las manos en los bolsillos, en dirección a la mesa donde se hayan. A unos pocos metros ya se distingue su flequillo engominado y doblado hacia atrás, su nariz obtusa y un cuerpo abombado debido a una chaqueta algo inflada.

- ¡David!, grita. Se levanta haciendo un gran ruido con la silla y sale disparada hacia él. Cuando llega a su altura le abraza con gran efusividad y le planta un par de besos en sendas mejillas con lo que con agrado él corresponde con otro par de besos. Las personas de alrededor asustadas por el ruido la miran de soslayo con rechazo y desagrado por su actitud escandalosa y siguen comiendo, bebiendo y compitiendo por ver quien alza más la voz. Unas palomas contemplan timoratas las migajas que caen de las mesas a la espera de poder aproximarse a recogerlas. David agarra una de las sillas que reposaban en un rincón y la acerca con cuidado hasta nuestra mesa. Antes de sentarse se aproxima a Oona y le da dos besos sin mucho ímpetu.

- Disculpad el retraso, no encontraba este lugar perdido aquí en medio de la nada. He ido preguntando a todo el que me encontraba y no les sonaba el nombre ni la descripción. La próxima vez escojo yo donde quedamos así no nos tiraremos media hora para llegar al sitio.

- Contempla la abrumadora nada, escucha el silencio que te ofrece su lado más comprensivo, palpa con tus pies las hojas secas recién caídas de los arboles que nos protegen, saborea la cerveza que te servirán en unos minutos...

- ¿De que hablabais?- Pregunta David, eludiendo las palabras que acaba de escuchar.

- De Carlos, mi novio. Le quería contar a Oona la razón por lo cual he sonreído cuando he hablado de él pero a ti no te interesará mucho ¿Verdad David?- Dice con complicidad.

- Creo que ya conozco la causa de tu sonrisa -contesta cáusticamente.- Hablemos de Eva y su novio de hace un mes. ¿Con este cuanto durará?

- ¡ Cuatro meses!- grita riendose.

- ¡Tres meses!- dice un osado vecino de mesa ayudado por el alcohol que poco después, como un gas hilarante, le provocará la risa.

- Yo os diré cuanto durarán. El oráculo de las madrugadas me lo ha revelado; ese que nunca falla. Parece buen chaval, se adapta a su mentalidad. Hay que observar como evolucionan pero este puede durar más; dos meses.- sentencia contundente e inamovible David.

- ¿Se adapta a su matraca?

- Sí, y a su simpleza. Ayer fuimos al cine a ver una película con cierto significado y sorprendentemente ella ha entendido bastante bien el argumento. El novio creo que no se ha enterado de nada; así que ya le va perfecto, contesta él.

Oona con la cabeza ladeada hace rato que ha olvidado la aburrida conversación y ha dejado libre su mente. Un perro de patas cortas y pelo enmarañado juguetea con la correa atada a la mesa hasta que consigue liberarse y empieza a perseguir, landrando incansablemente, a las palomas que ,asustadas, escapan volando.  El cielo rojizo avisa a las farolas que se encienden poco a poco, con pereza por despertar. Sobre uno de los tapetes al lado del azúcar una vela se tambalea trémula dentro de un recipiente rojo que la asfixia. El perro calla.

- Tu siempre mirando a los lados Oona.¿ No nos escuchas?- pregunta David con enojo y cierto grado de grosería.

- ¿Sinceramente? No.-contesta secamente.- Todos acabáis hablando de lo mismo; que si amores, que si trabajo, que si estudios, que si familia... Pensando que vuestra verdad es la única que existe y es infalible. No hay verdad, tan sólo visiones subjetivas de múltiples realidades absurdas.Que grotescas las palabras que se desprenden de vuestras bocas; instrumentos que ya no definen nada.¿ Es que aquí nadie avanza? Me largo!- exclama Oona. Se levanta, recoge su abrigo y remueve en su bolso hasta encontrar el monedero de donde saca una moneda de dos euros que, sin mucho cuidado, deja caer sobre la mesa. Sin preocuparse por despedirse ni por el que dirán marcha serena por el camino recubierto de arenilla y hojas. Alumbrado por la luna plateada, en la lejanía, en lo alto del acantilado se alzan melancólicos, lánguidos y tristes los restos de las torres,que aun conservan alguna que otra almena y los muros, cubiertos por la hiedra, de un castillo que en sus años de esplendor dominaba con aplomo aquel recóndito paraje y que ahora resistía a duras penas los embates del voraz viento. Sus únicas y más fieles guardianes; las gaviotas y las nubes.

Bajo un esplendido arce de robusto tronco y hojas ruborizadas una muchedumbre entregada circunda un canoso poeta que recita los versos que se agolpan en su cabeza. Atraída por su voz firme y evocadora Oona se detiene a escuchar el siguiente poema que todos esperan con ansia."De Miguel Hernández", dice. El poeta bebe el agua que le ofrece una chica, carraspea, mira a los presentes penetrando en sus almas y con arte recita:

Cogedme, cogedme.
Dejadme, dejadme,
fieras, hombres, sombras,
soles,flores,mares.


Cogedme.


Dejadme.

El público rompe en ensordecedores aplausos que envuelven el bosque y crean un ambiente de hermandad entre los presentes, el poeta, el arce, la tierra húmeda... Admirados por  la inefable belleza del poema guardan silencio mientras reflexionan sobre él. Aun con los últimos versos en la cabeza -"Cogedme. Dejadme."- Oona prosigue su recorrido por el camino que lleva al castillo hasta llegar a un desvió sin señalizar donde no hay camino, sólo una suave ladera manchada de verde y poblada de pinos que desemboca en una cala rodeada de acantilados. Cuando la pendiente no es muy pronunciada se estira sobre la hierba y se echa a rodar hasta que toma contacto con la arena y las piedras. La paz del mar en esa caleta contrasta con el estruendo que producen las agitadas olas al impactar contra los escarpados acantilados de la costa. Coge una piedra y la lanza, entre el vapor de agua que flota por toda la playa y refresca el ambiente tornándolo helado, en dirección al mar. Una silueta emerge ante sus ojos en la frontera entre la arena y el agua. Oona se dirige a donde está y se sienta a su lado. Debajo de la capucha puede ver unos ojos esmeralda encajados en lo queda de un ,antaño, hermoso rostro, ahora maltrecho por el tiempo pero sin haber perdido su encanto inicial en sus carnosos labios y sus alzados pómulos. Él se gira:

- ¿Te conozco? - pregunta curioso, sin maldad.

- Pues no -responde Oona.- He llegado no sé muy bien como hasta este rincón y lo último que esperaba era encontrar a alguien más por eso me he acercado hasta ti. ¿ Y tu quien eres?

- ¿Yo? Soy un escritor que no ha escrito nada- ríe al terminar la frase.

- ¿Todo esto que vemos, este recóndito lugar no lo describirá nadie?¿Por qué no lo escribes tú?- propone Oona.

- No dispongo de tiempo- contesta sucinto.

- Inténtalo, no pierdes nada por probar- le anima Oona.

- Te diré algo que nadie conoce y es la razón por la que no puedo describir este bonito paisaje ni escribir sobre ti y fantasear con como sería tu personalidad.- Guarda silencio.- Tengo cáncer terminal, me queda una semana- pronuncia sosegadamente-. Al oírlo todo se para; el mar ya no choca contra los acantilados, la luna no ilumina... Con el dedo indice surca en la arena un par de iniciales "L.R.". La mira con extraña seguridad,"este es mi primer y último escrito", parece querer expresar. Le sonríe y se marcha discretamente por la ladera desapareciendo entre la vegetación como un copo que impacta contra la imponente e inescrutable ventana de una cabaña en mitad de la implacable nevada.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Ilusión - Robert Walser

Al menos poseía un mapa que colgaba en la pared de mi escritorio y sobre el cual podía, cuantas veces tuviera ganas, recorrer el ancho mundo con la punta de la nariz o del dedo. La enorme y dispersa Rusia me fascinaba ya como cuerpo. En el centro de aquel poderoso cuerpo, como un punto fijo, hermoso, íntegro, quedaba la ciudad de Moscú, plateada por la nieve. Tirados por alegres caballos, diminutos y graciosos trineos volaban sobre la nieve a través de las extrañas calles. Magníficas, las luces brillaban en las ventanas de los palacios principescos cuando empezaba a oscurecer, y era estupendo ver asomarse a ellas figuras femeninas en apariencia dulces y hermosas. Canciones, antiquísimas canciones rusas impregnadas de melancolía nacional empezaron a fascinarme con su embrujo sonoro. Entré en una casa de placer y pude mirar de hito en hito a esas altivas mujeres rusas. Sonreían, pero era una sonrisa indeciblemente despectiva, como si amaran y despreciaran a la vez aquella vida. Se interpretaron bailes maravillosos; pinturas de fabulosa belleza ornaban las paredes de los salones de arriba abajo. No vi casi nada innoble, ya fuera porque los ojos se me llenaron de lágrimas ante aquel encanto visible e invisible, ya porque me alentaba el prejuicio de encontrarlo todo bello. Me senté a una de las mesas, ricamente servidas, y aguardé lo que debía venir. Gente alta tocada con gorras empezó a servirme vinos; y de pronto avanzó hacia mí una dama, gran señora de pies a cabeza, que convencida del decoro del que yo, feliz como estaba, hacía gala, se sentó a mi mesa haciendo una venia amable y de inefable gracia, y, en el lenguaje que todo enamorado entiende, me ordenó servirle una copa de vino. Bebía a sorbitos, como una ardilla. En el curso de nuestra conversación, yo empecé de pronto, cosa extraña, a entender ruso, y le pedí que me dejara besar su mano. Ella lo hizo y yo me estremecí de placer al poder posar mis labios en aquella dulce, pálida y blanca maravilla, pura como la nieve; era como absorber una nueva fe en Dios mediante el contacto y el movimiento a los que me entregué con toda la fuerza y el placer de mi alma. Ella sonrió y me trató de persona simpática. Y luego, luego, ay misero de mí, desvanecióse todo aquello y volví a hallarme sentado en la habitación donde estaba escribiendo, absorto en mis pensamientos. Nuevas ideas empezaron a invadirme, era como si tuviera que arrastrar peñascos. Ya era medianoche pasada; envuelto en la niebla de mis fantasías, me acerqué a la fría ventana abierta y me entregué a la visión de la quietud avasalladora.

Piano - Robert Walser

No sé cómo se llama el muchacho que tiene la suerte de tomar clases de piano con una maestra tan bella y majestuosa. En este momento está estudiando ejercicios de velocidad en las teclas, guiado por las manos más bellas del mundo. Las manos de la dama se deslizan sobre el teclado como cisnes blancos por le agua oscura. Expresan ya con suma gracia algo que los labios dirán luego. El muchacho está envuelto en una distraída vagarosidad que la maestra parece no querer advertir."Toca esto"; pero él lo toca indescriptiblemente mal. "Vuelva a tocarlo; pero él lo toca incluso peor que antes. Pues nada, debe volver a tocarlo; pero lo toca mal. "Es usted un perezoso." Aquel a quien dicen esto rompe a llorar. Y la que se lo dice sonríe. Tiene la cabeza apoyada en el piano el que debe oír estas palabras. Y ella le acaricia los suaves cabellos castaños, la que ha debido decírselas. Y el muchacho, que bajo las caricias despierta de su vergüenza, besa entonces la tierna mano, blanca y muy distinguida. Y la dama le rodea el cuello con sus espléndidos brazos que, suavísimos, son las tenazas adecuadas para un abrazo. Y ella se deja besar y los labios del querido muchacho sucumben a un beso de la amable dama. Y las rodillas del besado no encuentran nada más urgente que hacer que derrumbarse como briznas de hierba rendidas, y los brazos del arrodillado nada más sencillo que abrazar, a su vez, las rodillas de la dama. También éstas tambaléanse y los dos, la bondadosa y bella señora y el jovenzuelo pobre y sencillo son ahora un solo abrazo, un beso, un derrumbarse, una lágrima... y, lo que es más: una inesperada y terrible sorpresa para alguien que en aquel momento abre la puerta de la habitación, poniendo fin tanto a la dulzura del olvidadizo amor de ambos como al relato mismo