domingo, 20 de junio de 2010

De las memorias del Príncipe D. Nejliúdov. Lucerna - Lev Tolstói

Qué extraño es el destino de la poesía -meditaba, un poco más tranquilo-. Todos la admiran y la buscan, no desean otra cosa en la vida y no dejan de perseguirla, pero nadie reconoce su fuerza, nadie aprecia ese bien, el mejor del mundo, nadie estima quien la dona a los hombres ni se muestra agradecido con él. Preguntad a cualquiera de los huéspedes del Schweitzerhof cuál es el bien más importante del mundo, y todos, o al menos el noventa y nueve por ciento, os dirán con un gesto sardónico que el bien más importante del mundo es el dinero. "Quizá esa idea no le guste o no se compadezca con sus ideales elevados -dirán-, pero ¿qué puede hacerse cuando la vida de los hombres está construida de tal manera que sólo el dinero puede procurarles la felicidad? No puedo impedir que mi intelecto vea el mundo como es -añadirán-, es decir, que vea la verdad." Vuestra inteligencia es lastimosa y deplorable la felicidad que anheláis. ¡Desdichadas criaturas que ni siquiera sabéis lo que necesitáis...! ¿Por qué os habéis separado de vuestros familiares, habéis abandonado vuestro país, vuestras ocupaciones y lucrativos negocios y os habéis reunido en la pequeña ciudad suiza de Lucerna? ¿Por qué esta noche os habéis asomado a los balcones y en respetuoso silencio habéis escuchado la canción de un desdichado mendigo? Si hubiera querido cantar más, habríais seguido callando y escuchando. ¿Acaso con dinero, incluso con millones, se os podría echar de vuestro país y reuniros en un pequeño rincón de Lucerna? ¿Con dinero se os podría juntar en las terrazas y obligaros a guardar silencio y sin moveros durante media hora? ¡No! Lo único que os obliga a actuar así, y que ejercerá siempre sobre vosotros mayor influencia que cualquier otro estímulo de la vida, es la necesidad de poesía, de la que no sois conscientes, pero que sentís y sentireís mientras quede en vosotros algún rasgo humano. La palabra poesía os parece ridícula, la empleáis como un reproche jocoso;sólo admitís el amor por lo poético en los niños y en las muchachas tontas, e incluso os reís de ellos; a vosotros sólo os sirve lo que es práctico. Pero los niños contemplan la vida con sensatez, aprecian y saben lo que debe amar una persona y lo que procura la felicidad, mientras vosotros estáis tan confusos y pervertidos por la vida que os reís de lo único que amáis y sólo perseguís lo que odiáis y lo que crea vuestra desdicha. Estáis tan desorientados que no comprendéis las obligaciones que tenéis con un pobre tirolés que os ha procurado un placer puro; y, sin embargo, sentís la necesidad de humillaros en vano, sin provecho ni utilidad, ante cualquier lord , sin razón alguna, vuestra tranquilidad y vuestro bienestar. ¡Qué absurdo, qué insoluble contrasentido! Pero no es eso lo que más me ha sorprendido esta noche. Ese desconocimiento de lo que procura la felicidad, esa indiferencia por los placeres poéticos me resultan casi comprensibles, o al menos habituales, pues me he topado a menudo con ellos a lo largo de la vida; tampoco la burda e inconsciente crueldad de la muchedumbre constituye una novedad; por mucho que digan los defensores del buen sentido popular, la muchedumbre es una reunión de personas buenas en el fondo, pero a las que sólo une su lado animal y desagradable, y que únicamente pueden expresar la debilidad y la crueldad de la naturaleza humana. Pero ¿cómo es posible que vosotros, hijos de un pueblo libre y humano; vosotros, cristianos, nada menos que hombres, hayáis respondido con frialdad y escarnio al placer puro que os ha procurado un hombre desdichado y menesteroso? Ya sé, en vuestra patria hay albergues para pordioseros. No hay pordioseros, no debe haberlos y no debe existir el sentimiento de compasión en el que se basa la mendicidad. Pero él ha trabajado, os ha procurado placer, os ha suplicado que le dierais un poco del dinero que os sobra a cambio de su trabajo, del que habéis gozado. Y vosotros lo habéis contemplado con una fría sonrisa, como si se tratara se una rareza, desde vuestras altas y lujosas habitaciones; de cien personas satisfechas y adineradas , ni una sola, ni una, se dignó arrojarle una moneda . Lleno de vergüenza, se ha alejado de vosotros, y la muchedumbre insensata, en lugar de perseguiros a vosotros, le persiguió a él, riéndose e injuriándole, porque os habíais mostrado fríos, crueles e indignos, porque le habíais robado el placer que os había procurado, porque le habíais ofendido.

El siete de julio de 1857, en Lucerna, delante del hotel Schweitzerhof, en el que se alojan personas bastante adineradas, un cantante vagabundo y menesteroso cantó y tocó la guitarra durante media hora. En torno a un centenar de personas lo escuchó. Tres veces pidió el cantante que le entregaran algo. Pero nadie le dio nada y muchos se rieron de él.


No es una invención, sino un hecho real que cualquiera puede verificar interrogando a los clientes fijos de Schweitzerhof, también podrá saber, consultando los periódicos, quiénes eran los extranjeros que se alojaban en el Schweitzerhof el siete de julio.

He aquí un suceso que los historiadores de nuestro tiempo deberían anotar con letras de fuego indelebles. Ese suceso es más significativo, más importante y tiene un sentido mucho más profundo que los hechos de los que se ocupan los periódicos y los libros de historia. Que los ingleses hayan matado miles de chinos porque no compran nada en dinero, mientras su país engulle moneda sonante; que los franceses hayan matado otro millar de cabilas porque las cosechas son buenas en África, que la guerra permanente sea útil para la formación de los ejercitos, que el embajador turco en Nápoles no pueda ser judío y que el emperador Napoleón se pasee por Plombières y asegure por medio de la imprenta que reina sólo por voluntad del pueblo; todas esas palabras ocultan o demuestran lo que sabemos desde hace mucho; pero el suceso acontecido en Lucerna el siete de julio me parece completamente nuevo, extraño; ya no guarda relación con los aspectos negativos de la naturaleza humana en general, sino con una época concreta de la evolución de la sociedad. No es un hecho que afecte a la historia de las acciones humanas, sino a la historia del progreso y la civilización.

¿Por qué ese hecho inhumano, que sería impensable en cualquier aldea alemana, francesa o italiana es posible aquí, donde la civilización, la libertad y la igualdad hab llegado a su máximo grado; donde se reúnen las personas mejor educadas de las naciones civilizadas? ¿Por qué esas personas evolucionadas y humanitarias, capaces, en general, de cualquier acción digna y generosa, carecen de ese sentimiento humano de cordialidad que se necesita para ejecutar personalmente una buena acción? ¿Por qué esas personas, que en sus parlamentos, mítines y sociedades se preocupan tanto por las condiciones de los chinos solteros en la India, de la difusión del cristianismo y de la instrucción en África, de la creación de asociaciones para la regeneración de toda la humanidad, no encuentran en su alma ese prístino y sencillo amor del hombre por su semejante? ¿Es posible que carezcan de ese sentimiento y que en sus parlamentos, mítines y sociedades los mueva la vanidad, la ambición y el interés? ¿Es posible que la difusión de esa razonable y egoísta asociación de personas que se llama civilización destruya y contradiga las necesidades de una asociación instintiva, basada en el amor? ¿ Es posible que sea ésta la igualdad por la que se ha derramado tanta sangre inocente y se han cometido tantos crímenes? ¿Es posible que los pueblos, como los niños, puedan sentirse felices sólo con oír el sonido de la palabra igualdad?

¿Igualdad ante la ley? Pero ¿acaso la vida entera del hombre se desarolla en la esfera de la ley? Sólo una milésima parte está sometida a la ley; la restante se sitúa fuera, en la esfera de las costumbres y de las concepciones de la sociedad. Y en la sociedad un camarero va mejor vestido que un cantante y puede ofenderlo impunemente. Yo voy mejor vestido que un camarero y puedo ofenderlo impunemente. El portero se considera inferior a mí y superior al cantante; cuando yo me uní al cantante, el porteri se consideró igual a nosotros y se mostró grosero. Yo fui impertinente con él y entonces se consideró inferior a mí. El camarero fue impertinente con el cantante y éste se consideró inferior a él. ¿Es posible que un Estado pueda llamarse libre o, como dice la gente, positivamente libre, cuando a un ciudadano lo meten en la cárcel porque, sin molestar ni hacer ningún mal a nadie, hace lo único que sabe para no morise de hambre?

¡Qué criatura lastimosa y desdichada es el hombre, con su necesidad de decisiones positivas, arrojado en ese océano eternamente cambiante e infinito del bien y del mal, de hechos, de consideraciones y de contradicciones! Durante siglos los hombres han luchado y se han afanado por separar el bien del mal. Pasan los siglos, pero si una mente imparcial pesa cualquier cosa en la balanza del bien y del mal, debe reconocer que los platillos no oscilan, pues en cada uno de ellos hay tanto bien como mal. ¡Si al menos el hombre aprendiera a no juzgar, a no pensar en términos netos y positivos, a no dar respuesta a preguntas que únicamente se le formulan porque son irresolubles! ¡Si al menos comprendiera que toda idea es mendaz y al mismo tiempo justa! Mendaz por la unilateralidad, por la imposibilidad del hombre de abrazar toda la verdad, y justa en cuanto expresión de un aspecto de las aspiraciones humanas. Se han hecho subdivisiones en ese caos eternamente cambiante, infinito y siempre revuelto del bien y del mal; se han trazado líneas imaginarias en ese mar y se piensa que se puede dividir así. ¡Como si desde otro punto de vista completamente distinto, desde otro plano, no pudieran establecerse millones de subdivisiones diferentes! Es cierto que esas nuevas subdivisiones se han ido elaborando durante siglos, pero muchos siglos han pasado y millones están aún por pasar. La civilización es un bien; la barbarie, un mal. La libertat es un bien; la esclavitud, un mal. Ese conocimiento imaginario destruye las instintivas, sacrosantas y primigenias exigencias de bien que hay en la naturaleza humana. ¿Quién puede definir qué es la libertad, el despotismo, la civilización, la barbarie? ¿Y dónde están las fronteras entre una noción y otra? ¿En qué alma la medida del bien y del mal es tan inmutable que le permita medir los hechos, tan huidizos y confusos? ¿Quién tiene una inteligencia tan poderosa que pueda abarcar siquiera todos los hechos del inmóvil pasado y sopesarlos? ¿Quién conoce una situación en la que no estén presentes al mismo tiempo el bien y el mal? Y, cuando me parece que uno se encuentra en mayor medida que el otro, ¿cómo puedo saber que esa percepción no se debe a que mi punto vista es incorrecto? ¿Quién está en condiciones, aunque sea por un solo instante, de desligarse por completo de la vida, mediante la fuerza del intelecto, para poder contemplarla con independencia desde lo alto? Sólo tenemos una guía infalible, el Espíritu Universal, que penetra en todos conjuntamente y en cada uno por separado, insuflando en todos la aspiración de lo que debe ser; es el mismo espíritu que ordena el árbol crecer hacia el sol, a la flor arrojar semillas en otoño y a nosotros estrecharnos espontáneamente unos a otros.

Es precisamente esa voz infalible y sagrada la que sofoca el ruidoso y apresurado desarrollo de la civilización. ¿Quién es más humano y quién más bárbaro? ¿El lord que al ver el astroso traje del cantante se levanta con desdén de la mesa, que no le da por su esfuerzo ni una millonésima parte de sus bienes y que ahora, saciado, sentado en su habitación confortable e iluminada, medita con serenidad sobre los acontecimientos de China, juzgando justos los homicidios que se cometen allí, o el mísero cantante que, arriesgándose a que lo encierren en la cárcel, con un solo franco en el bolsillo, camina desde hace veinte años por montes y valles sin hacer mal a nadie, consolando a los hombres con su canto; ese mismo cantante al que hoy han ofendido y han estado a punto de echar y que, cansado, hambriento y avergonzado, se ha ido a dormir sobre un montón de paja maloliente?

En este momento, en el silencio de muerte de la noche, he oído en la lejanía, procedente de la ciudad, el rasgueo de la guitarra del hombrecillo y su voz.

No -me dije involuntariamente-, no tienes derecho a compadecerte de él ni a indignarte por las comodidades del lord. ¿Quién ha sopesado la felicidad interior que se oculta en el alma de esas dos personas? El cantante está sentado en un umbral hediondo, contempla el cielo iluminado por la luna y canta alegremente en medio de la noche serena y fragante, libre su ánimo de rencores, odios y remordimientos. ¿Quién sabe qué pasará ahora por el alma de las personas alojadas entre estas opulentas y altas paredes? Quién sabe si hay en ellos esa despreocupada y dulce alegría de vivir y ese sentimiento de armonía con el mundo que anida en el alma de ese hombrecillo. La bondad y la sabiduría de quien ha permitido y ordenado que existan todas estas contradicciones es infinita. Sólo a ti, gusano insignificante, que, con audacia y sin derecho alguno, tratas de penetrar sus leyes y sus intenciones; sólo a ti te parecen contradicciones. Él mira dulcemente desde su inconmensurable altura luminosa y goza de la armonía infinita en la que todos vosotros os movéis, contradictoria, interminablemente. En tu orgullo crees que puedes escapar a las leyes generales. No, también tú, don tu ruin y mezquino desdén por los camareros; también tú has respondido a la necesidad armoniosa de lo eterno y del infinito...

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