miércoles, 26 de septiembre de 2012

Caídos en ríos



- ¡No soy tu perro!- ladré con gesto amenazador.

- ¿Qué le pasa? -oí que le preguntaba, con desagrado, Javi a Eva.

- Se ha enfadado con su novia. -dijo Eva sin darle demasiada importancia a las palabras de Javi.

- ¿Desde cuando Carlos tiene novia?

- Hace unas semanas que empezaron a salir.

A lo largo de la conversación Eva fue alejándose de Javi y subió corriendo las escaleras hasta que pronunció la última frase dos escalones por debajo de donde me hallaba sentado, abstraído, releyendo el papel, escrito a mano, que acababa de encontrar. En cuanto me percaté de su presencia me levanté y le grité:

- ¡Ya voy!

Me sobrevino la percepción de haber vivido aquella escena en otra ocasión; me era demasiado familiar. Justo cuando pasaba por su lado, Eva, murmuró entre dientes algo intrigante:

- Ya hablaremos...

-¡Y tanto! ¿Hablaremos de Kitty y Levin? ¡No! Hablaremos de toreros y folclóricas -dije con desprecio.

No me contestó. Se quedó apoyada en un banco como encajando el golpe hasta que recobró el aliento y bajó precipitadamente por las escaleras a nuestro encuentro. La sala se había vaciado poco a poco. Exceptuando a los músicos que guardaban sus instrumentos, a una familia ociosa, que cuchicheaba y cuyo hijo nos señalaba con el dedo índice, y a nosotros tres, las otras personas ya se dirigían, satisfechas, camino de sus casas o alargaban la velada en otro local. El guardia de seguridad apareció, repiqueteando las llaves que le colgaban del cinturón que amarraba su traje negro, para avisarnos de que el museo iba a cerrar en breves minutos y debíamos abandonarlo lo antes posible. Le hicimos caso y nos fuimos al guardarropa a recoger el bolso de Eva y mi mochila.

Hasta el guardarropa nos separaba el amplio y luminoso salón que nos había recibido hace unas horas y que ahora se encontraba lejos de su esplendor inicial debido a la pobre iluminación que alumbraba poco más que las columnas de mármol de la nave central. En el ropero una empleada, con cara de malas pulgas, nos entregó el bolso y la mochila, y, bajó la persiana provocando un gran estruendo para que nos percatáramos de su enfado. Las luces se fueron apagando poco a poco dejándonos casi en la total oscuridad. Aquel era un día de contrastes y todavía desconocíamos lo que nos deparaba el futuro inmediato; pobres incautos. Eva no me había dirigido la palabra desde mi exabrupto y cuando volvió a hacerlo fue únicamente para decirme:

- Max, dejanos solos.

Sus palabras sonaron firmes y contundentes, y, vinieron acompañadas por una cara seria, casi solemne. No me atreví a contestar; calle y acaté. Pese a que no reconocía a Eva, tal vez por eso, no iba a darme por vencido tan fácilmente. Recogí mi mochila a toda prisa y me fui sin despedirme procurando no chocar con las paredes. Completé el recorrido hasta la salida, haciendo el mayor ruido posible para que me escucharan y pensaran que estaban solos, pero volví descalzo y de cuclillas al ropero. Me coloqué bien agazapado detrás de una columna y agudicé el oído para captar todo al detalle. Cualquiera que me hubiera visto pensaría que era un depravado sexual con alguna especie de fetiche por las columnas y me hubiera denunciado a la policía. Mi única defensa sería puntualizar que yo era fiel a las columnas dóricas, las otras no me atraían lo más mínimo.

La voz de Eva, autoritaria y segura, resonaba en el ropero y se expandía a lo largo y ancho del vestíbulo. Me sequé el sudor de la frente con la camiseta y escuché:

- ¿Que te pasa cariño? -dijo Javi en actitud conciliadora.

- Ya lo debes saber - Eva hizo una pausa tensa y retomó su discurso-. LLevamos meses discutiendo un día tras otro -de nuevo otra pausa-. Lo nuestro no va a mejorar... Tendríamos que...

- Se informa a los visitantes que el museo cerrará en breve - interrumpió una voz metálica que surgía desde las profundidades de las tinieblas.

Calló y reinó el silencio en aquel ambiente opaco y sofocante que me envolvía y que confería a los bustos colgados de las paredes y las estatuas dispersas por la sala un aspecto difuso y fantasmal. Maldije la información, del todo innecesaria, porque la negrura latente hacía evidente que iban a cerrar, si no lo habían hecho ya, que me impidió escuchar las palabras que Eva había dirigido a Javi. Con el oído al acecho fijé la vista en un busto de un calvo ilustre que me escudriñaba con sus ojos de forma amenazadora, como si reprobara mi actitud pueril. Mirara donde mirara las siluetas se alzaban sin un contorno definido uniéndose a las sombras, formando espirales, escondiéndose y acercándose, inexorablemente, a cada parpadeo; como si jugaramos a un juego enloquecedor. Estaba aterrado y perdido en un bosque repleto de árboles de piedra. Atenazado por las figuras danzantes una palabra de Javi (quien lo diría) me liberó:

- ¿Dejarlo?

No pensé en el significado y las implicaciones que comportaba el "dejarlo", simplemente giré la cabeza y, en cuanto divisé la luz anaranjada de las farolas que se filtraba por la inmensa cristalera de la entrada, me lancé, sin importarme que me oyeran, a la carrera como un galgo persiguiendo a su presa. En cuanto mi cabeza emergió al exterior cerré los ojos, respire aliviado y en último esfuerzo me estiré en unas escaleras de piedra transformadas en un banco improvisado. Sentía un cansancio atroz y las piernas me temblaban como si acabara de completar la maratón. Mi olor corporal lo confirmaba. La atmosfera seguía estando cargada y sucia pero la frialdad pasajera de la piedra imprimía la ilusión de una cierta libertad; vigilada. Estirado sobre la losa contemplaba las cuatro estrellas que destacaban en el firmamento y buscaba con empeño las que se habían extraviado o permanecían ocultas a causa del brillo de la luz artificial. Una ráfaga de viento cálido recorrió mi frente y se evaporó junto a una sombra escaleras abajo.

- Se va a matar - dijo alguien a mi espalda.

Erguí la cabeza y busqué más allá de la fuente a la figura de la que hablaban. Divisé una espalda encorvada huyendo por una calle lateral sin apenas transeúntes. Uno de mis acompañantes ocasionales recibió un watsap y no perdió la ocasión para hacérselo saber a su amigo.

-¡Tío, tío! Mira lo que me pone -le dijo mientras le pasaba el móvil a su compañero.

- Puf, va muy taja - confirmó el doctor. ¡Te lo está pidiendo! Ahora es el mejor momento para ir a por ella -recetó.

Me olvide de los dos cazadores exhibiendo sus piezas de caza y volví a la posición horizontal en la que me encontraba antes de su inoportuna interrupción. La sonrisa de Javi devoraba mi cerebro y su "dejarlo" sacudía mis frágiles cimientos. Empezaba a tomar consciencia de lo que había sucedido allí dentro mientras nos absorbía la negrura y las voces iban apagándose. Eva había dejado a Javi. No cabía duda porque era imposible que Javi, con lo enamorado que estaba y a pesar de que sospechara, dejara a Eva. Era comprensible que no quisiera; chicas como Eva no se suelen encontrarse de la noche a la mañana, y menos aun solteras y que deseen salir contigo. Él tuvo la suerte de que un amigo común los presentara en una fiesta de pijamas y de allí surgió el romance. Tampoco se mucho más porque Eva no hablaba demasiado de Javi, únicamente lo hacía cuando las cosas no funcionaban entre ellos. "Eva ha roto con él por...", y no me atreví a terminar lo que ya sabía.

Eché un vistazo a la decadente ciudad, donde el tiempo no reflexiona, y retomé mis pensamientos.¿Cuantas veces había vivido esta situación a su lado? Tres novios la conquistaron y la olvidaron al cabo de los años. Pasaba las noches entre los brazos de desconocidos para protegerse de sus miedos y encontrar un remanso donde sentir una pizca de cariño. Nunca me lo ha confesado pero estoy seguro de que el sexo es su particular manera de acercarse a los hombres y así hallar el referente de un padre. Su verdadero progenitor apenas se preocupaba de ella y de su madre; prefería beber hasta vomitar en un bar chino de un barrio de mala muerte y cuando cerraban visitaba un local de lumis para gastarse lo poco que tenía en la cuenta corriente. Cuando Eva tenía 11 años la situación se tornó insostenible y su madre pidió el divorcio y la custodia. La jueza al comprobar la rutina de su padre no titubeo y lo sentenció con la perdida de la custodia y a pagar cada mes cierta cantidad de dinero a la madre de Eva. Cumplió religiosamente los primeros meses pero paulatinamente fue ingresando una suma menor hasta que no ingresó ni un duro. Esta era la historia inventada sobre el padre desalmado de Eva, con la que dramatizábamos delante de desconocidos. Pero la realidad era esta: Eva no mantenía una buena relación con sus padres porque estos se dedicaban en exclusiva al trabajo en el hospital y en su consulta privada y se olvidaban de ella por completo.

Durante la primaria Eva no se relacionaba, a excepción de una chica, con ninguno de sus compañeros. Iba a clase; se sentaba en su pupitre y miraba fijamente con sus ojos caoba a la maestra y los alumnos. Cuando el último timbre sonaba recogía los libros y se marchaba a casa con la única amiga que tenía y que vivía a una calle por encima de la suya. Se encerraba en su cuarto donde, la mayor parte del tiempo, se abocaba al estudio, la lectura y a escuchar música. Transcurrieron los años y el periodo post-apocalíptico llamado adolescencia se presentó sin avisar. Hormonas, sangre concentrada, ídolos caídos, populares, horteradas varias y estupidez en grandes dosis se reunían en el colegio tomando posiciones para la lucha soterrada que iba a devenir a lo largo del curso. Eva hubiera preferido seguir siendo la chica introvertida y tímida que se sentaba al final de la clase y en la que nadie se fijaba pero se vio obligada a relacionarse para sobrevivir en aquella selva llena de primates en celo. Formó un pequeño grupo compuesto por 4 chicas y 2 chicos; bautizados por los envidiosos como maricones aunque uno de ellos salió con Eva; un mes. "Quien pudiera", pensó más de uno. Aquel grupo tan compacto en sus inicios fue agrietándose hasta que, al comenzar la universidad, se disolvió. Eva no se esforzó demasiado en conservarlo. Una vez, hablando de ellos dijo: "Eran buena gente... pero no me llenaban". Siempre le ha perseguido la tortura del vacío existencial y le ha sido imposible de henchir por más experiencias que vertiera en su interior.

No he recordado la universidad por casualidad. Allí Eva dio un paso al frente en todos los aspectos; en la facultad de historia del arte perdió la vergüenza, se relacionó con toda clase de personas y, finalmente, conoció a gran parte de sus actuales amigas y amigos; encontró un trabajo en una tienda de ropa para chonis y en cuanto ahorró cierta cantidad se fue a vivir, con unas compañeras de clase, a un piso del campus de la universidad y así no tener que dar explicaciones a sus padres. En la multitud de fiestas a las que asistía su autoestima crecía exponencialmente en relación con cada tio que la desnudaba con la mirada. Perdió su segunda virginidad con el primer novio serio con el que estaba; un tal Alberto con el que aguantó un año. Siempre me reía cuando decía lo de: "segunda virginidad". Coqueteó con ciertos grupos seudo mafiosos que pululan por la universidad pero al descubrir su funcionamiento piramidal se desencantó y los abandonó de inmediato. Al perder su inocencia infantil, resguardada bajo su sonrisa, desconfiaba de las personas que conocía y, a pesar de ser muy extrovertida, no mostraba ninguno de los rasgos íntimos de su personalidad ni exhibía sus gustos ni sus fobias; era la perfecta anfitriona.

Dio la casualidad que yo estudiaba historia en la misma facultad que ella y ahí es donde la conocí, concretamente en la biblioteca. Fue así: Mientras esperaba, balanceándome sobre la planta y la punta de los pies, a que la recepcionista me confirmara si les quedaba un libro, Eva pasó por mi lado. Lógicamente, en aquel momento, no sabía quien era, pero, ante tal belleza, no pude refrenar el enorme interés por conocerla. Disimuladamente la seguí con la mirada hasta que se perdió entre las hileras de estanterías. La encargada me avisó de que no lo tenían, que si quería podía guardármelo cuando lo tuviera. Tanto me daba. Sin contestarle me adentré en la biblioteca, con la imagen de Eva bien viva en la mente, dispuesto a encontrarla. Bajé una planta: nada. Subí a la primera y tras un paseó por los pasillos la vi sentada junto a la ventana, con unas hojas en blanco sobre la mesa solapadas por un libro abierto de par en par. A mi timidez innata se le añadió su portentosa presencia que me paralizó por completo y me impidió razonar con claridad. Estuve unos diez minutos moviéndome entre estanterías y mesas, como pollo sin cabeza, aguardando a que los nervios que me bloqueaban cedieran y pudiera sentarme delante de ella. Vencí mi propia resistencia y caminé apresuradamente hacia su mesa. A dos metros disminuí la marcha progresivamente hasta que me senté. Eva alzó la mirada y, al verme, sonrió con ironía. Me sentí rechazado al  instante, aunque, extrañamente, no desfallecí y proseguí con mi objetivo. Saqué los apuntes de la carpeta y hice ver que estudiaba como el más aplicado de los alumnos. Logré estructurar la pregunta: "¿Tienes un bolígrafo?" y obtuve una respuesta afirmativa y un bolígrafo como premio. No me aventuré a volver a dirigirle la palabra, a pesar de que surgieron las primeras miradas que fueron seguidas de leves sonrisas, hasta que ella hizo el ademán de recoger sus cosas y me lancé precipitadamente proponiéndole de ir a hacer un café en un bar cercano a la universidad. Dudó durante unos segundos y finalmente aceptó. La primera y única vez que una locura de ese calibre me ha salido bien. De la cita improvisada llegamos al día de hoy; 3 años de una intensidad feroz...

- ¿Qué piensas con esa cara tan triste? -preguntó, una presencia sentada a mi vera.

 - Que somos dos nostálgicos escudriñando en el pasado para tropezar con un resquicio de amor -le contesté con los ojos cerrados, rememorando mis anteriores pensamientos.

- ¿Lo encontraremos?

- No creo, tenemos puesta la atención en un pasado que arrastra consigo el dolor y la culpa perpetua y nos impide explorar el presente. Sería mejor abrir los ojos y toparnos cara a cara con la agradable e inesperada sorpresa del amor - concluí y abrí los ojos. Eva estaba a mi lado, como deseaba, deborándome con la mirada. Sus ojos llorosos y su cara enrojecida delataban el esfuerzo que hacia para evitar llorar.

Tras un breve silencio Eva dijo lacónicamente:

-Gracias. He de irme. Mantén los ojos cerrados.

Posó su suave mano en mi cabeza y deslizo sus dedos entre mis cabellos a la vez que su respiración agitada me advertía del acercamiento de su rostro. Sus labios salados y humedecidos por las lagrimas toparon con mi boca en un fugaz encuentro sin derecho a replica. Tan rápido como apareció el tacto carnoso de sus labios desapareció el aroma de Eva. Me incorporé y la contemple, mientras se alejaba en la penumbra, adentrándose en la ciudad.

Vuelta a la soledad de la noche... de mi vida. Me abstuve de tomar el mismo camino que Eva y preferí recorrer un sendero de tierra que se adentraba, entre arbustos y árboles, en el bosque. "¿Como había acabado así?¿Qué haría Eva?", me repetía constantemente, sin prestar atención a lo que me rodeaba, hasta que tropecé, con una rama atravesada en el camino, y caí, con las manos por delante, al suelo. Aturdido por el golpe me levanté, con un rasguño en la mano y las muñecas doloridas, y me desvié de la senda para perderme entre medio de los árboles. A cada paso oía el crujir de las ramas secas bajo mis pies y la presencia de unos ojos vigilandome. Me daba la vuelta y comprobaba que estaba equivocado. Seguía solo. Las espesas copas de los arboles impedían que la luz blanquecina de la luna se filtrara al interior del bosque. Andaba a tientas de tronco en tronco sin percartarme hacia donde me dirigía. Tras mucho caminar divisé, en lo alto de la ladera, lo que parecía un claro, donde la luna se exhibía en su desnudez. Subí la pendiente a cuatro patas, agarrándome a los arbustos, cuyas espinas se me clavaban en las palmas de las manos haciéndome sangrar, y, al alcanzar el llano me recliné sobre una áspera roca y contemplé el mar, difuminado en una desdibujada línea horizontal. Una figura borrosa y de silueta etérea, pero a la vez muy real, con el aspecto de las ninfas de los ríos, surgió de la espesura del bosque y, casi flotando, se posó, balanceándose, en las ramas de un pino que resistía estoicamente al borde de los acantilados. Le grité para avisarla del peligro:

- ¡Eeeeh!

No obtuve respuesta y volví a insistir.

- ¡Muchacha! Sal de ahí que es peligroso.

- Hablas como un viejo, como un dinosaurio -me contestó en un tono despreocupado.

- We are -repuse con una media sonrisa.

- ¿Qué es lo que buscas? -me preguntó volviéndose hacia mi.

-  Verdades. Pero solo hallo sospechas.

- Las grandes verdades son una gran sospecha -pronunció y juntó su manos entre sus piernas.

- ¿Como has llegado hasta ahí? -pregunté

- La gravedad y el miedo a volar es lo que te impide ascender -dijo con voz firme-. ¿Estás dejando pasar la vida o viviendola?

Preferí no responder.

- ¿Puedo preguntarte tu nombre?

- Relativista Dogmática -dijo, y sus ojos azules brillaron con claridad.

Se quitó la boina parisina que cubría su cabeza y me la entregó sin mediar palabra. Justo después se desvaneció.

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