sábado, 20 de octubre de 2012

Attention



Vomitando los macarrones y el lomo de la comida. Vomitando bilis ácida y pegajosa. Vomitando sangre en una esquina de una concurrida calle donde los farsantes, fumadores y borrachos, abusan de las damas rendidas ante su perversa insistencia. El olor de la cloaca y el del vómito se fusionaban en una dulce fragancia, digna de una mugrienta vagina. Mareado por la pestilencia gateé, por el suelo adoquinado, repleto de burillas, caucho, orín de perro y mierdas de paloma, palpando las paredes en busca de algún saliente que me permitiera levantarme y distanciarme de mis desechos. Al fin lo encontré; el pantalón cagado de una joven vestida con tatuajes coloristas. Nunca imaginé que agradecería tanto la presencia de esos calzones de abuela. He de  confesar que sentí una devoción momentánea por ellos y su propietaria, pero, por causas ajenas a mi voluntad, no duró mucho; la chica pareció no entender la situación crítica en la que me hallaba y, enarbolando su bolso de cuero de cerdo, quiso alejarme de su culo. Que poco valoró mis atenciones hacia su escuálido trasero; nadie antes lo agarró con tanta rudeza como yo. Supongo que esperaría que le leyera una poesía que escribió Becquer inspirándose en su trajano. Aunque me inclino a pensar que ni lo conoce.

A trompicones logré escapar de las iras de aquella santa mujer y refugiarme, detrás de unos bancos cubiertos de verdín, del clan de amigas camorristas que le acompañaban. Noche estrellada la mía. Primero la pareja de capullos amigos de Eva; después salí con Eva; pero resulta que no porque dejó a Javi; me volví a declarar y no recibí una respuesta clara; y por último el oráculo de Delfos me lanzó sus predicciones y me regaló su boina. Solo faltaba que pillara el tétanos clavándome un hierro suelto del banco.

- Cerveza, beer, amigo... Cerveza, beer, amigo... Cerveza, beer, amigo... amigo... ¿hachís?

- ¡No coño! -le grité modulando la voz, intentando evitar que la turba sedienta de sangre que patrullaba la calle me descubriera.

- Malditos robots de los cojones - maldije cuando se fue a sacar su mercancía de entre unos arbustos secos.

Me levanté, me ajusté los pantalones y miré a lo largo de la calle para comprobar si se habían calmado los ánimos. Todo parecía retornar a su anormalidad: la vecina del 3º2ª del 29 jadeaba fingiendo como una fulana barata, su novio nos anunciaba su corrida, tras 20 sacudidas, con un gran oooooooooh; la vieja del 1º1ª del 18, como buena guardiana del castillo, arrojaba, por el matacán (balcón), improperios y cubos de agua a las hordas de hombres, de vejiga inquieta, que se colaban en el rellano; el músico noctámbulo del 2º2ª del  15 nos deleitaba con el armonioso sonido de la trompeta desafinada que apenas sabía tocar; en las puertas de los bares se concentraban los fumadores, y algún despistado que pretendía fumar, para iniciar el proceso del cortejo: muestra del género, palabrería barata y aguardar, resignados, que la mujer imponga sus condiciones. Hechos normales en nuestra realidad desvirtuada por mensajes engañosos, conceptos erróneos y mentalistas de poca monta. Cada persona, en aquella calle, representando, su papel impuesto, por él mismo o por el ojo ciego que controla nuestros pensamientos, pretendiendo ser lo que no son. Porque creen que la única manera de ser alguien es ser alguien otro. Nos comportamos ante la libertad como con el anciano ante la muerte; nos aterroriza el no poder controlar lo que sucederá después de dar el gran salto. La única persona libre que osó poner un pie en la calle fue un hombre, menudo y desgarbado, con una barba mugrienta y una coleta aceitosa, con unas gafas de sol que le tapaban los ojos,  pantalones recortados por los bajos y chirucas agujereadas, que se paseó dando palmas, de una forma arrítmica y estridente, y saludando a los jóvenes que se cruzaban con él. El cambio brusco de la arbitraria rutina no complació a la mayoría que, democráticamente, optó por lincharlo a cuchicheos, insultos y olvido. El peculiar personaje ni se inmutó y redobló sus esfuerzos; las palmas aumentaron en intensidad y sonoridad haciendo salir, de sus madrigueras, a los vecinos, lobotomizados por el televisor, para distraerse con aquel loco.

El mareo no cesaba, no obstante, podía desplazarme, sin arrastrarme, hasta el bar más cercano. Cuando pretendía alejarme de Eva resultaba que me acercaba, inexorablemente, hacia ella. Era el bareto al que solíamos ir con los amigos heavys de Eva. Perdón, amigos no sería la palabra adecuada; mejor definirlos como: buitres ebrios. Lo solía comentar a Eva pero ella se había dado cuenta mucho antes y me despachaba con:" no quiero cerrarme puertas". Ah, la cerrazón me nublaba la mente. Conociendo su gusto por las melenas y su entrada triunfante, en los inicios acompañada por mí y relegado a un segundo plano a medida que su popularidad crecía, en ese mundillo no me sorprendía. Ni tampoco que tuviera un rollo con un amigo mío que nos acabó abandonando en un orfanato de parejas. Pacientemente aguardaba mi oportunidad. Nuestros sábados a solas conversando sobre nuestras alegrías y nuestras penas era una recompensa por la que merecía sufrir. Sus amigos heavys se consideraban competidores, y veían en mi uno en potencia. Con dos cubatas acababan hablando de sus hazañas sexuales, todas falsas porque las chicas con quien, supuestamente, lo hacían siempre gemían sólo metérsela y, como en una porno, les gritaban desquiciadas de placer: "¡OH, QUE POLLÓN!" o "¡ERES EL MEJOR TIO QUE ME HA FOLLADO!". Las frases las repetían, invariablemente, cada una de las mujeres con las que habían compartido lecho. Yo, prudente, me reía discretamente hasta que no resistía y les preguntaba si también les gritaban que no habían sentido lo que era un orgasmo hasta ellos o les explicaba que si sangraban es que eran vírgenes. Evitaban contestarme enfureciéndose, haciéndose los ofendidos o retándome a una partida al futbolín. Aceptaba con la única condición de que Eva fuera mi pareja. Eludiendo las razones obvias de mi elección, se daba el caso de que Eva era una delantera formidable y yo un portero contundente; tándem imbatible. Nos pasábamos horas jugando sin poner un euro; los dos juntos luchando por un objetivo común. Era una pequeña anécdota, inmersa en la globalidad de una vida sin alicientes, que me colmaba de felicidad los días en que jugábamos.

Los habituales no faltaron a la cita de los sábados: apalancados en los bancos del fondo los trues, los ortodoxos de la tribu, con las chupas tejanas recubiertas de parches de los grupos míticos del heavy clásico (Iron Maiden, Metallica, Slayer...); en las mesas centrales los petados del cubo; a su lado, en la penumbra, las nuevas generaciones, viveros de granos de pus y espinillas, aficionados a sonidos nuevos y "experimentales" como Slipknot, tomaban refrescos mientras sacaban a escondidas la botella de wiski; en la barra, los veteranos calvetes, que ya eran heavys cuando se extinguieron los góticos. Todos ellos amenizados con las canciones pinchadas por el dj residente de nombre desconocido y apodado, entre la concurrencia, David Guetta. Me posicioné en la barra y saqué la cartera del bolsillo del pantalón para tener el dinero apunto para pagar. El camarero me vio y se acercó.

- ¿Qué te pongo?

- Una jarra.

La rellenó hasta que se derramó, pringando su mano. Me la dió y pidió el dinero:

-  2,5 euros.

- Antes valía 2 euros -protesté.

- Hijo, ha subido el IVA -se justificó.

- Pues en cago en Rajoy, en la Merkel y en la familia Romanov.

- Jajaahjaj... -se atragantó con un pollo- sí que son unos hijo puta. Cualquier día los pillamos a solas y les damos candela, eh.

Al cabrón del propietario del bar también deberían dársela por explotaros, inflar los precios y forrarse a costa nuestra, pensé mientras me dirigía a mi rincón alejado de los focos. La puerta de la entrada se abrió rechinando y aparecieron mi querida tatuada y un tipo, con tupe y camisa a cuadros, que, la sujetaba por la cintura, aparentaba ser su última compra en las rebajas. La fragancia de la colonia del maniquí mezclada con la mugre de una semana que le envolvía la piel se dispersó por el garito, apestándolo, e irritando más de una garganta con debilidad por el gargajo. Un escupitajo fue directo a mí pantalón, a la altura de la rodilla. Me harté:

- ¡Gilipollas!

- ¿Qué has dicho? - me increpó un (tipo), con los dientes negros, color que combinaba con sus greñas y el rasurado de sus sienes, mientras dejaba la jarra de cerveza sobre la mesa.

- Discúlpate gilipollas -le repetí con vehemencia.

- ¡Cómeme las pelotas! -me sugirió amablemente.

Me desabroché los botones de la bragueta, saqué mi polla y apunté hacia la jarra de cerveza que él había puesto en la mesa unos instantes antes. Sin titubear la meada brotó como un manantial y con gran precisión lleno la jarra; el chorro dorado completó el ciclo. El paradigma del panteísmo.

- ¡Jodido pirado! ¡Tú te lo has buscado! -dijo avalanzandose sobre mi.

Me dio tiempo a abrocharme el botón superior del pantalón y a protegerme la cara con las manos. Me atizó un puñetazo, duro, en la mandíbula y le siguió otro dirigido al pómulo derecho que me hizo tambalearme. Se armó mucho jaleo a nuestro alrededor y el camarero sacó la cabeza por allí intentando enterarse de lo que sucedía. En cuanto lo advirtió me agarró por la espalda y me echó del local. Recuerdo que durante el trayecto me vibraban los cojones y creí estar al borde de la muerte. Una vez fuera, desplazándome sin rumbo, me los palpé y percibí un bulto rectangular; el puto móvil. Volvió a vibrar. Era Eva:

- ¡Max!¡Max!¡MAX! Ayúdame... Un hombre... No entra la llave.

Me costaba entenderla.

- ¿Estás borracha?

- No, bueno un poco. No sé. Venme a buscar.

- ¿Donde estás?

- En el portal de mi piso.

- ¿Me tomas el pelo?

- No

Colgó. Eché a correr por la calle Robespierre como un carterista perseguido por la policía. Crucé varios semáforos en rojo, sin detenerme, hasta la esquina con Marat, donde torcí a la derecha. El camión de la basura, que bloqueaba el paso, me obligó a cortar en seco la carrera emprendida unos callejones por encima. Los barrenderos acercaban los containers a la parte trasera del camión y el conductor pulsaba el botón que los agarraba y los vaciaba en su interior. Aguardé a que concluyeran y continué corriendo con una mano en la mandíbula. Las campanas de la iglesia de San Basilio tocaron las 4 de la madrugada. Tras de mi un manguerazo se llevo a la cloaca los restos de basura que aun quedaban diseminados por el suelo. Retomé el ritmo hasta que, en la callejuela donde se reunían las putas para chupársela a los clientes, divisé la luz de navidad en forma de corazón que se encendía todas las noches del año. Tanto simbolismo baratejo era digno de un churrero de bestsellers. Un joven caminando solo a aquellas horas en ese lugar era un reclamo para las fulanas que aún no se habían arrodillado. Todas las miradas suspicaces y provocativas me perseguían a lo largo del camino. Una puta negra -prostituta de color para los correctos; sin especificar, tanto puede ser roja como verde- con la cara hinchada, los pechos desbordándose por encima del sujetador y la celulitis insinuándose alegremente bajo su minifalda, me llamó:

- ¡Oye guapetón!

Me hice el sordo y aceleré el paso.

- Te la chupo por 20 y te follo por 45. Precio especial para ti. -me ofreció justo cuando caminaba por su lado.

- Joder con la inflación -exclamé-. No, gracias.

- Tú te lo pierdes. No encontrarás una lengua y un coño como el mío en toda la ciudad -dijo retornando a la esquina.

- Estoy completamente seguro de eso.

Al girar vislumbré a Eva recostada en la puerta de su piso. Un hombre me sorprendió por su vestimenta propia de invierno: un gorro de lana calado hasta las cejas, anorak de plumas y pantalones de terciopelo. Con las manos en los bolsillos observaba a Eva con gesto lascivo. Poco después se bajó la bragueta de donde sacó una ridícula polla que empezó a menearse; el muy desgraciado se masturbaba con Eva. Lo que me faltaba. Sin tiempo para pensar fui directo hacia Eva, le cogí las llaves del bolso, la agarré en brazos y la sostuve hasta que nos metimos en el angosto rellano. La cara desencajada, el maquillaje corrido que le manchaba los pómulos y una mueca que pretendía asemejarse a una sonrisa le conferían una imagen patética. Entreabrió los ojos y con un hilo de voz me preguntó:

- ¿Max eres tú?

 - Sí, soy yo.

- ¿Estás enfadado conmigo?

- ¿Porqué tendría que estarlo? -ironicé-. Eso no importa ahora. ¿Puedes levantarte y caminar?

- Creo que no, estoy demasiado cansada por el ajetreo de hoy -dijo intentando levantarse ayudándose de la barandilla de la escalera.

- Entonces te subiré en brazos. Agárrate fuerte.

La cogí en brazos y ella paso los suyos por detrás de mí cuello. Al estar nuestras caras pegadas descubrió la inflamación, producida por el puñetazo que me había propinado el cafre del bar, y me preguntó:

- ¿Quién te ha hecho esto?

- Yo también he tenido un día ajetreado como el tuyo -bromeé.

Las escaleras eran tan estrechas que tuve que subirlas de costado. A pesar del deterioro en las facciones de la cara todavía conservaba la pureza e inocencia infantil; característica en ella. Alcanzamos el 2º2ª. Le pregunté cual era la llave, abrí la puerta y dejé a Eva estirada en la cama. Fui a la cocina, donde me recibió, desperezándose, el gato siamés de Eva, a buscar en la nevera algo de beber. Solamente tenía bebidas que aseguran hacerte cagar mejor y una lata de cerveza. Cogí la lata y volví a la habitación. La luz del escritorio estaba prendida. Metí la cabeza por el hueco de la puerta y vi a Eva, de espaldas, quitándose la ropa y poniéndose una camiseta larga y ancha y un culote de encaje negro y con transparencias. Poseía un culo delicioso; daban ganas de mordisquearlo hasta la extenuación. Qué decir de sus pies tan bien formados. Y su espalda, de línea sinuosa y sugerente que se perdía en la redondez de sus nalgas. Su desnudo me excitó sobremanera produciendo que mí polla se pusiera firme como una viga de acero. Me la toqué, como el pervertido de abajo, hasta que Eva se metió en la cama y, entonces, me adentré en la habitación, como si nada, bebiendo a morro de la lata. Encendí el portátil que tenía encima del escritorio y, desde internet, reproduje la canción Tomhet de Burzum. Necesitaba relajarme y transportarme a un mundo etéreo. En cuanto sonaron las primeras notas me senté al lado de Eva, que se hallaba acurrucada en la cama, posé mí mano sobre su cabeza y la deslicé perdiéndome entre los suaves cabellos castaños. Posteriormente fui recorriendo con la yema de los dedos cada una de los poros de su cara. Eva, por su parte, me acariciaba la espalda y yo ronroneaba como Koshka: el gato de Eva. Las caricias combinadas con la flauta que aparecía en la canción nos produjeron un estado entre paz interior y letargo. Eva me cogió la mano y entrelazó sus dedos con los míos. Al contemplarla un sentimiento alegre y tierno lleno mí interior.

- Max -dijo Eva.

- ¿Si?

- Has estado tan pendiente en conocerte que has olvidado como relacionarte con los demás -dijo en un ataque de lucidez preludio del sueño.

- Posiblemente -me limité a responder.

- Abrázame -dijo, Eva, apartando las sábanas.

Obedecí sin oponer resistencia; era el momento adecuado para abandonar mí frialdad habitual y demostrar el amor que sentía por ella. Me descalcé, me quité los pantalones y la camiseta sudada y me metí desnudo bajo las sábanas con Eva. Le abracé pegándome a ella tanto como pude y, tras cierta indecisión, le besé con todas mis fuerzas. Ella respondió con la misma intensidad unos segundos pero el cansancio y la música pudieron con ella y se durmió abrazándome. Una brisa de aire que se coló por la ventana del comedor pudo conmigo y también sucumbí ante el sueño.

No dormí mucho. Un gritó desgarrador me despertó:

- ¡Max! ¡No me abandones! ¡Max!

- ¡Eva! ¿Que te sucede? -le dije agitándola como una muñeca de plástico.

Se despertó desorientada, mirando a su alrededor sin saber con quien estaba. Le cogí la cara y le miré fíjamente.

- Tranquila. Estoy aquí, contigo -dije, intentándola calmar.

- Prométeme que no me dejarás ¡Prométemeló! -imploró en un grito, si cabe, más desgarrador que el anterior.

- Te lo prometo ¿Porqué gritabas?

- He tenido una pesadilla. Vivíamos los dos solos en un ático de una ciudad desconocida. Tú estabas pintando un cuadro y yo, de pie y desnuda, te servía de modelo; era tu musa. Tenía la sensación de que éramos felices los dos juntos viviendo de aquella manera. Pero el timbre sonaba y aparecían dos de tus amigos y se te llevaban de mí lado con la excusa de que les acompañaras a la fiesta que organizaba uno de ellos. Cuando te ibas con ellos me dejabas tirada en el estudio y encima te llevabas la luz contigo. Todas las bombillas estallaban y las persianas de las ventanas descendían hasta ocultar cualquier atibo de rayo del sol. Te pedía, a gritos, que volvieras y tú hacías caso omiso a los gritos; como si no te importara abandonarme. Me quedaba completamente a oscuras. No se el tiempo que transcurría entre que marchabas y tus amigos volvían, riendo, sin ti. Les preguntaba por ti y me respondían que te habías caído dentro de una alcantarilla y que posiblemente estuvieras muerto. Me abalanzaba sobre ellos pero desaparecían como si jamás hubieran existido. Al instante me encontraba sentada en el asiento del copiloto de un descapotable rojo conducido por un maniquí coronado por un sombrero de copa. Corría tanto que me era imposible discernir las calles por las que conducía. A pesar de la velocidad te veía; cogido de la mano con otra chica. Pensaba que era una cualquiera y te lo decía desde el coche. Tú me escuchabas desde la acera y me contestabas que era mucho mejor que yo. Me dolía en el alma tu respuesta. El sentimiento de despecho y venganza me carcomía por dentro. Sin percatarme el maniquí me indicaba, con el dedo índice, la guantera. La abría y aparecía un revolver. No he disparado nunca uno pero en el sueño notaba como si el revolver fuera una extensión de mí brazo. Me aseguraba de que el tambor estuviera cargado y apuntaba al pecho de la chica. Sonaba un disparo y ella desapareció, como tus amigos. No dudaba y apuntaba a tu cabeza. Un disparo seco lanzaba la bala que recorría, en centésimas, la distancia que nos separaba. Te di en el ojo izquierdo pero tú no desaparecías. Eras real. La sangre brotaba de la cuenca de tu ojo. Al percatarme de lo que acababa de hacer me tiraba del coche en marcha e iba a ayudarte. No quería creer que estuvieras muerto. Tu ojo derecho seguía abriéndose y cerrándose. En cuanto me viste te levantaste y echaste a correr dejando un rastro de sangre detrás de tí. A pesar de que te perseguía esprintando cada vez te alejabas más. Te llamaba: ¡Max! ¡No me abandones! ¡Max! Y no recuerdo como continuaba porque, por suerte, me has despertado.

Me abrazó y se echó a llorar. Entre sollozos repetía:

- Te he matado. Max, te he matado.

- Sólo era un sueño -intentaba consolarla-. No pasa nada, ahora estás aquí, conmigo. Mírame con tus preciosos ojos. Tócame, compruébalo... Somos reales y estamos los dos juntos.

- No quiero perderte nunca. Lo eres todo para mí. Con cada gesto, con cada palabra me convences de que eres la persona que siempre he anhelado encontrar, caminando sola por las calles en un día de tormenta, leyendo refugiado bajo el amparo de un balcón;aguardando a que la lluvia cese.

Guardé silencio. No sabía como calmarla. Esta era otra cara, oculta, de Eva que todavía debía descifrar. Una frase ingeniosa quizás hubiera ayudado pero yo no soy uno de esos profesionales de la frase celebre. Me limité a arroparla en mí pecho. El sueño que me había relatado resultaba inquietante. Otro grano que se añadía a un culo con almorranas. Continuamos abrazados largo rato hasta que Eva se calmó. Entonces; me besó con una pasión desatada, parecía que el sueño la había recuperada del estado de debilidad con la que la encontré unas horas antes en el portal. Jugueteaba enroscando su lengua con la mía y con sus labios intentaba aprisionarla en su boca. Con sus dedos de pianista recorrí el cuello y la nuca y se recreaba tocándome los lóbulos de la oreja. Yo no me quedé quieto; le besé con lujuria el cuello y después mí lengua se deshizo en sus orejas y mí voz se perdió en su tímpanos. Sentía el calor de nuestros cuerpos en aumento y las palpitaciones de los corazones desbocadas, como un caballo sin riendas. La polla no tardó mucho en ponerse a tono; podía cortar paredes con ella de lo dura que estaba. Perdí totalmente el control de mi yo racional y me abandoné a los instintos. Eva proseguía con los besos y las caricias pero yo me salté varios pasos y colé la mano bajo su culot. Quería follármela, sin contemplaciones, de todas las maneras posibles, hasta que reventáramos como conejos en celo. Me recreé pasando la mano por encima de su pelo púbico bien recortado y que tanta gracia me había hecho la primera vez que lo descubrí. Con sigilo el dedo corazón fue inspeccionando los alrededores y halló la piedra filosofal; el clítoris. Me excité mucho al comprobar que el coño de Eva ya lubricaba antes de que lo tocara. Suavemente fui moviendo el dedo hacia arriba y hacia bajo. Eva me arañaba la espalda, me mordía la oreja y gemía en ella palabras indecentes.

- Ves más despacio -musitó en un gemido.

Al escucharla todavía tuve más ganas de follármela salvajemente, aunque tuviera que hacerlo en el techo y del revés. El dedo corazón se internó en su húmeda vagina y el pulgar le relevó en su sagrada misión de estimular el clítoris. Eva se dejó de juegos y descendió, recorriendo, lentamente, mí pecho con la lengua, hasta el capullo rosado que despuntaba. Primero me aprisionó el nabo con una mano y fue bombeándolo con delicadeza; mimándolo. Después acercó la boca y lo besó, recreándose en cada uno, como si fuera el último beso que fuera a darle. Su melena reposaba en mí barriga y me producía unas cosquillas que, combinadas con el placer que me ofrecía Eva con su boca, me hicieron estremecer. Contrariamente a lo esperado la furia animal que sentía fue apaciguándose con el saber hacer de Eva. El sexo ya no era la única idea unidireccional que regía mi mente. El amor hacia Eva logró fusionarse con el sexo convirtiéndolo  en un pensamiento en espiral que abarcaba todos los rincones de mi cerebro. Me aparté, le quité con los dientes el culote a Eva e hice que pusiera su coño en mi cara. Curtida como era captó la idea y la mamada siguió su curso mientras yo me perdía en los recovecos de aquel placer que unos meses antes tenía casi olvidados. Koshak se paseó, con paso ligero, por nuestro lado con total indeferencia, buscando el ratón de juguete con el que se entretenía. Con la lengua alternaba incursiones en la vagina y rápidos movimientos en espiral sobre el clítoris. La polla me iba a estallar de tanta succión. Eva quitó su coño de mí cara y se lo posicionó rozándome el capullo. Me miraba con una mezcla de lascivia y ternura; resultaba muy provocadora. Quería metérsela lo antes posible pero tenía algo que decirme:

- Aunque lo he hecho con más chicos y recientemente contigo quiero que sepas que lo voy a considerar mí primera vez.

¿Era una muestra de su amor o quería redimirse del asesinato onírico? No quería saberlo. Solamente quería desvirgarla de una puta vez. Y así lo hice. Le cogí del brazo y la puse de cara a la pared de la que colgaba un cuadro, de una mujer desnuda, que un tiracañas de la universidad le regaló unos años atrás. Aquella mujer abotargada de moqueta en el pubis no resistía la comparación con el cuerpo y el chocho abierto que aguardaba con ansias la primera embestida. Me pegué al culo de Eva y, cuando tuve la polla situada entre sus labios vaginales, fui metiéndola despacio; saboreando las paredes que me acogían. Eva lanzó un grito de dolor que fue sofocado por unos tímidos gemidos. Cuando mi polla fue engullida dentro de su coño me mantuve quieto mientras le agarraba los tersos pechos y manoseaba con los puntiagudos pezones. Acorralada entre la pared y mi cuerpo sudoroso Eva inició unos leves movimientos de cadera para engrasarme el cimbrel y sentirlo en su plenitud a lo que respondí sujetándole la cadera y embistiéndola de una forma progresiva. Si trataba de zafarse de mís manos descendía con una de ellas a su clítoris y, mientras le sacudía con intensidad, se lo masajeaba lentamente hasta que se le doblaban las piernas y se rendía girando la cabeza para mirarme y suplicarme que parara de tocárselo. El culo prieto, las piernas juntas y el coño contraído era una combinación explosiva que amenazaba con provocar que me corriera de un instante a otro. Opté por embestir con rudeza y sacar la polla pringosa del coño de Eva para, así, evitar que me corriera y finalizara aquel ritual místico. Le abracé por la espalda mientras le besaba la oreja y al boca. De nuevo nos situamos, de pie, cara a cara. Me sorprendió gratamente que Eva exteriorizara, sin tapujos, con un sonrisa, la felicidad que sentía; me reconfortó conocer sus sentimientos. Me abrazó por la cintura y arqueé las piernas para colocar nuestras caderas a la misma altura. Eva abrió las piernas dejándome el espacio justo para que pudiera adentrarme, de nuevo, en su interior. En esa posición duraba poco y Eva se percató por mí respiración cada vez más acelerada y los ojos perdidos en el infinito. Lentamente me condujo a la cama donde nos revolcamos rodando de un lado para otro y caímos, armando un gran revuelo, al suelo de la habitación. Puesta en cuclillas Eva me agarró la polla, la direccionó hacia su coño y se dispuso a cabalgarla como una amazona desbocada. El coño bien lubricado, en proceso de amoldarse a las dimensiones del pene, no opuso demasiada resistencia a que lo penetraran. Eva buscaba en mis gestos un signo de aprobación y lo encontró al verme con la cabeza apoyada en el colchón y la cara desfigurada por el placer que me producían sus acometidas y los delicados movimientos centrados exclusivamente en la punta de la polla. Había detectado un punto débil y lo estaba explotando a la perfección. Iba alternando delicadas sacudidas y prolongados morreos con salvajes meneos de las caderas y la barriga como si estuviera bailando la danza del vientre. Era una maquina de follar. El sonido del cascabel, que tenía incorporado el ratón de juguete en su interior, resonaba por el pasillo cuando Koshak jugaba con él mientras el la habitación el crujir de las maderas de la cama, la atmosfera cargada de olor sexo, las caricias y los besos  auguraban el inminente final. Eva se estiró sobre mí, uniendo nuestros cuerpos, y pegó su boca en mi oreja. Oía los gemidos martilleándome la mente, notaba la piel de gallina de Eva sobre mi pecho y mi polla apunto de disparar el semen que tenía acumulado en los huevos. Creí que moriría de placer. Eva me asestó el golpe final a modo de suspiro revelador:

- Te amo Max.

- Te amo Eva.

En cuanto terminé de pronunciar su nombre la besé amorosamente y me corrí; llenándole el útero de lefa.

2 comentarios:

  1. Una amante empedernida de las descripciones más explícitas, te felicita sin dudar por este estilo que cada día más me conquista.
    No exagero si te digo que este es uno de los capítulos que más me ha gustado de este pequeño "macrorelato". Y con párrafo favorito incluido. Vuelta a la suciedad, demostrando que la suciedad tiene tantas acepciones, que incluso también puede ser bonita. Una suciedad que debe ser acompañada con una serie de elementos, que la hace perfecta.
    Danke schön, Saul.

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  2. ¿Por qué disfrazar al amor de seda cuando puede ser salvaje y rudo? "En cuanto terminé de pronunciar su nombre la besé amorosamente y me corrí; llenándole el útero de lefa". Simplemente encantador.

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