jueves, 1 de diciembre de 2011

Ilusión - Robert Walser

Al menos poseía un mapa que colgaba en la pared de mi escritorio y sobre el cual podía, cuantas veces tuviera ganas, recorrer el ancho mundo con la punta de la nariz o del dedo. La enorme y dispersa Rusia me fascinaba ya como cuerpo. En el centro de aquel poderoso cuerpo, como un punto fijo, hermoso, íntegro, quedaba la ciudad de Moscú, plateada por la nieve. Tirados por alegres caballos, diminutos y graciosos trineos volaban sobre la nieve a través de las extrañas calles. Magníficas, las luces brillaban en las ventanas de los palacios principescos cuando empezaba a oscurecer, y era estupendo ver asomarse a ellas figuras femeninas en apariencia dulces y hermosas. Canciones, antiquísimas canciones rusas impregnadas de melancolía nacional empezaron a fascinarme con su embrujo sonoro. Entré en una casa de placer y pude mirar de hito en hito a esas altivas mujeres rusas. Sonreían, pero era una sonrisa indeciblemente despectiva, como si amaran y despreciaran a la vez aquella vida. Se interpretaron bailes maravillosos; pinturas de fabulosa belleza ornaban las paredes de los salones de arriba abajo. No vi casi nada innoble, ya fuera porque los ojos se me llenaron de lágrimas ante aquel encanto visible e invisible, ya porque me alentaba el prejuicio de encontrarlo todo bello. Me senté a una de las mesas, ricamente servidas, y aguardé lo que debía venir. Gente alta tocada con gorras empezó a servirme vinos; y de pronto avanzó hacia mí una dama, gran señora de pies a cabeza, que convencida del decoro del que yo, feliz como estaba, hacía gala, se sentó a mi mesa haciendo una venia amable y de inefable gracia, y, en el lenguaje que todo enamorado entiende, me ordenó servirle una copa de vino. Bebía a sorbitos, como una ardilla. En el curso de nuestra conversación, yo empecé de pronto, cosa extraña, a entender ruso, y le pedí que me dejara besar su mano. Ella lo hizo y yo me estremecí de placer al poder posar mis labios en aquella dulce, pálida y blanca maravilla, pura como la nieve; era como absorber una nueva fe en Dios mediante el contacto y el movimiento a los que me entregué con toda la fuerza y el placer de mi alma. Ella sonrió y me trató de persona simpática. Y luego, luego, ay misero de mí, desvanecióse todo aquello y volví a hallarme sentado en la habitación donde estaba escribiendo, absorto en mis pensamientos. Nuevas ideas empezaron a invadirme, era como si tuviera que arrastrar peñascos. Ya era medianoche pasada; envuelto en la niebla de mis fantasías, me acerqué a la fría ventana abierta y me entregué a la visión de la quietud avasalladora.

1 comentario:

  1. Sublime. Heredero de los grandes, fruto de la consumación entre Kafka y Tolstoi. Enseñas a soñar.

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